Los ascensores siempre me han inquietado. Todo está muy silencioso. Cuando entro, me veo
frente a un cubículo oscuro. La luz siempre tarda unos segundos en encenderse. Pese a saber
que el ascensor carece de sensores, agito las manos igualmente, como si eso fuese a hacer que
se encienda más rápido. La puerta se cierra y la luz blanca y yo nos quedamos a solas.
Me miro en el espejo, mi cara está exactamente como la recordaba, o eso creo. ¿Hay alguien
más conmigo? No, sólo estoy yo. La luz zumba, las bombillas deben de ser viejas. No me gusta.
Pulso el botón con el numero catorce y espero al sonido de siempre, para notar movimiento y
saber que estoy subiendo. Juraría que he visto a alguien más. No, no hay nadie. Aun así no me
acaba de convencer, así que miro detrás de mí por un segundo. Nada. Y sin embargo, eso sólo
me angustia más. Este espacio es muy pequeño, y ese zumbido insoportable se me mete en los
oídos, en el caracolillo. Puedo notarlo.
Hacía tiempo que no me paraba a pensar en eso, el caracolillo. Es raro que tengamos una
forma así dentro de nuestro oído. No hace más que estorbarme cuanto más pienso en ello, el
zumbido. Sal de mi cabeza. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Creo que hay alguien conmigo. No,
cállate.
Después de darme la vuelta de nuevo para ponerme cara a la puerta, mi corazón empieza a
latir más rápido. No quiero que se abran las puertas, habrá alguien, seguro. Sin darme cuenta,
he cerrado los ojos. Y oigo el sonido de la puerta. Seguro que no hay nadie. Espero. Cuento
hasta tres y los abro, uno, dos…
No hay nada. ¿Ves? Nada. Nadie. Salvo el puto zumbido.
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