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"Larga vida, Arthur" - Un relato de Miguel Ruiz Celis, ganador Certamen Literario 2º Ciclo.

  • Foto del escritor: Miguel Ruiz Celis
    Miguel Ruiz Celis
  • 8 may 2024
  • 3 Min. de lectura

Me levanté de mi sillón después de haber estado contemplando mi enorme estantería custodiada por la hoguera del salón durante por lo menos media hora. Gasté otros diez minutos en pasearme de lado a lado de la habitación repasando mi inmensa, a veces juraría que interminable, colección literaria. En mi obsoleta mente no cabía la idea de que, existiendo tantos libros, autores y personajes, no se me ocurriese ninguna historia. Nada. Absolutamente nada. Hacía por lo menos 2 años que no publicaba nada, y 54 desde que salió a la luz mi primera historia. Una novela de 49 páginas exactamente sobre las peripecias de un cobrador de deudas del oeste. Siempre añoraré cómo me sentí escribiendo aquello. Las palabras me salían de manera espontánea creando una historia cuyo protagonista nunca he dejado de lado. Puede sonar pretencioso, pues yo lo creé. Pero me quedé fascinado ante él. Arthur Callaghan. Un hombre alto y fornido de barba mal afeitada y voz grave y carrasposa. Comienza la novela como un joven que sigue el legado de su padre, y la acababa convertido en un hombre de personalidad marcada y propia que se ha visto obligado a afrontar las adversidades que la vida le planteaba en aquella época. Tanto me gustó que, al igual que Agatha Christie con “Hercule Poirot” y “Miss Marple”, decidí añadirlo en el resto de mis novelas. Arthur Callaghan fue pirata, ladrón, policía, médico e incluso llegó a aparecer una vez en mis sueños. Aquel día que estaba desesperado por mi escasez de ideas, incluso me planteaba si por mi avanzada edad se habría acabado mi carrera, me fui a dormir tenso, con un mal cuerpo. Desperté en mi despacho, lugar donde solía escribir en mi antigua máquina, cuando de pronto alguien llamó a la puerta. Reconocí el sonido a pesar de no haberlo escuchado jamás, porque yo mismo lo creé hace tiempo. «Seguidos de una melodía formada por unas fuertes pisadas en madera, tres golpes separados por un intervalo de un segundo sonaron en la puerta, delatando los duros nudillos de Arthur y sus intenciones poco amigables»


La puerta se abrió y Arthur Callaghan se sentó en la silla que reposaba frente a mi escritorio a pesar de que nadie la usase jamás y se aclaró la garganta.

—Te has cortado afeitándote.

—Lo sé. Me hiciste hábil con el revolver, pero no con la cuchilla.

—Respóndeme a esto, ¿quieres?

—Adelante—. Supe que había hecho bien mi trabajo de escritor cuando la voz de mi propio personaje me produjo escalofríos.

— ¿Cuánto tiempo llevas conmigo?


Arthur Callaghan tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches— Toda la vida—dijo—Puede que, en diferentes historias, pero tú me has hecho crecer, madurar, reír y llorar. Te lo debo todo, supongo.

—Tengo un problema. Ya no sé qué hacer. ¡No tengo ideas! ¿Qué te parecería esto? —Agarré el papel que más cerca tenía y comencé a escribir cosas al azar— ¿Arthur Detective, Arthur Semidios, Arthur Narcotraficante?

—Sergio… —Aquel era mi nombre.

— ¿…Arthur corredor de carreras, Arthur superhéroe? ¡No sé, joder!

—Tienes que dejarme ir.

— ¿Qué?

—Mátame. Haz como Conan Doyle a Holmes y mátame. Tienes que despegarte mí. Han sido unos cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches maravillosos. Me lo he pasado genial con todas las aventuras que me has planteado. Pero debes terminar mi historia. Debes pasar página.

—Pero… ¿Por qué?

—No estas estancado por tener pocas ideas. Estás estancado en mí. Debo descansar, yo ya he trabajado mucho.


Me levanté de mi silla un tanto conmocionado y le di un apretón de manos a aquel amigo al que nunca conocí. —Supongo que tienes razón. Creé a un hombre astuto.

—Ha sido un placer haber sido creación tuya—. Se fue cerrando la puerta con suavidad. Algo raro en él.


Me tomé unos segundos para observar mi alrededor. La marca de su trasero aún estaba en el mullido cojín de la silla y en la alfombra había un pequeño rastro de barro desprendido de sus botas. Se había ido, dejándome la oportunidad de darle una despedida triunfal.


Desperté al día siguiente con una alegría que no sentía desde hacía tiempo. Mi cuerpo bailaba inconscientemente mientras tarareaba mi canción favorita. Me hice un café sin quitarme mi bata manta y me dirigí directo a mi despacho sin abandonar el canturreo. Posé mi taza ignorando que casi salpico todo el escritorio y me senté. Coloqué un nuevo papel en blanco en la máquina, me troné los dedos y comencé. “Larga vida, Arthur”  

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