Eric Baxter era el pintor más eminente que había conocido la humanidad. Sus obras se vendían por miles de libras, críticos americanos cruzaban el océano para admirarlas. No solo era un artista excepcional, sino que también era un hombre amable, siempre dispuesto a dar entrevistas sin importar la popularidad, edad o género del reportero.
Sin embargo, los óleos de Eric Baxter dejaron de empapar lienzos hace hoy dos meses. Se dijo que la causa de muerte fue la excesiva inhalación de pintura. Era un hecho totalmente creíble, dado que llevaba sus setenta y tres años de vida pintando. Pero lo que no supo la población fue que mi tío, forense del caso, había dictaminado que pereció por tuberculosis; lo que tosía no era granate, sino sangre. Al día siguiente mi tío fue ofrecido un suculento puesto de trabajo en una colonia lejana.
Así que cuando, a mí, una mera aprendiz, se me presentó la oportunidad de recopilar información de la vida de Baxter para su biografía, no pude decir que no. El entusiasmo duró el tiempo que tardaron en darme la noticia de que entrevistaría a Mrs Baxter. Se habían casado con 20 años, cuando el trabajo de él no era digno ni de exponerse en un caballete. A ella, en general, se la consideraba una mujer extrovertida. Cerraba cada reunión social, pero se decía que siempre volvía a casa con la mirada ausente, como quién camina inevitablemente a su muerte. Yo no era propicia a dejarme llevar por las habladurías, pero, aun así, no las tenía todas conmigo. No me quedó otra entonces que presentarme en la propiedad familiar con mi cartera llena de tinta e inquietudes.
Me abrió la puerta una criada, pero mis sentidos quedaron abordados por el fuerte olor a óleo que emanaba del interior. Me guio a través de la casa hacia el estudio de Mr Baxter en el jardín, donde esperé hasta que llegara su esposa. Sinceramente me esperaba algo de igual grandeza que su trabajo, pero la realidad era que consistía en un pequeño espacio habilitado con caballetes y pinturas, la mayoría de ellas resecas, aunque entonces lo asocié al desuso tras el fallecimiento de su maestro. En eso mismo estaba pensando cuando su mujer entró. Estaba muy pálida, tenía grandes manchas bajo sus ojos que contrastaban con el rojo fuego de su cabellera. Antes incluso de abrir la boca, ella ya estaba respondiendo a mis pensamientos:
-Mi marido era un buen hombre, dedicado a su oficio y a su familia. Nuestro matrimonio fue de conveniencia, pero nunca hubo terceras personas. Como bien es sabido, no tenemos hijos, aunque mi esposo consideraba a los cuadros como nuestro “legado”. Ese es el único tema del que, debido a mi ignorancia, no voy a poder responderle. Siempre que había una exposición se me aconsejaba quedarme en casa, pues el ambiente sería muy sofocante para mí.
Tras estas palabras procedí a hacerle un par de preguntas formales y me fui. Mrs Baxter me había respondido con total sinceridad y diligencia, tenía información suficiente y todo parecía en su lugar. No obstante, había algo que no encajaba. Veía la imagen completa, pero sentía que debía haber algo tras el óleo, algo que solo descubren aquellos valientes que se atreven a rascar la pintura.
···
Cuatro días después, de camino a entregar mi informe me encontré a mi misma recorriendo el sendero que llevaba a aquella casa en la que el talento decoraba cada esquina. Esta vez mi cartera iba llena de certezas que, si eran ciertas, iban a revolucionar no solo a Inglaterra, sino al mundo entero. Al llamar noté que la puerta estaba entreabierta y me asomé precavida. El interior estaba vacío, pero en el piso superior había una trampilla que no había visto la última vez. Subí con cuidado, preguntando por Mrs Baxter hasta que llegué a un desván.
Era, quizás, el espacio más impresionante que había visto en mi juvenil vida. La luz entraba a raudales por dos grandes ventanas en forma de óvalo, que iluminaban los cientos, no, miles de lienzos apoyados contra las paredes, como si ellos fueran los verdaderos pilares del edificio. El pigmento y las pinceladas llenaban toda la habitación de una colorida y polvorienta bruma. No reconocía las pinturas, pero por el estilo se trataban de indudables Baxter’s. Sin embargo, ninguna de las imágenes allí representadas llamaba tanto la atención como la de Mrs Baxter, sentada en el centro de la sala mirando a su alrededor a la manera a la que un recién nacido abre los ojos al mundo por primera vez.
En ese momento me olvidé de toda formalidad y escupí la pregunta que llevaba días ardiéndome la garganta:
-¿Cuánto tiempo has esperado a que se te reconozca la autoría de tus obras?
Ella me miró, y con solo ver el reflejo de la pintura en sus grandes ojos verdes lo supe; Tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
-Toda la vida -dijo.
Y con esas tres palabras, el corazón de Cassandra Baxter dejó de latir.
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